La gestión de la inmigración ante la crisis. ¿Introducir reajustes al modelo actual o pensar en un cambio de modelo migratorio?, por David Moya

La inmigración ya no es un fenómeno nuevo ni en España ni en Cataluña: llevamos más de quince años de inmigración y más de 5 millones de extranjeros en el territorio. Cerca de un 50% de la inmigración es ya residente de larga duración (un estatuto jurídico muy estable y protegido orientado a la equiparación en derechos a los nacionales). Si bien es cierto que que la inmigración ha llegado casi por aluvión, en varias oleadas a veces superpuestas, también lo es que para hacer frente al mismo se ha puesto en pie un sistema de gestión migratoria que, con matices, ha sido relativamente flexible y tolerante, muy ligado a la idea de “laboralización”, entendiendo por tal aquel modelo que favorece la regularidad y estabilidad de los extranjeros a condición de que dispongan de una oferta de empleo real. Este modelo ha permitido, en la práctica, que en un lapso de tiempo relativamente aceptable (entre cinco años y diez años) se convirtieran en residentes de larga duración –y hasta en nacionales- incluso extranjeros que entraron de manera irregular. De hecho, es un modelo que se ha mostrado sumamente ventajoso para los extranjeros en términos de estabilidad personal y disfrute de derechos, y por consiguiente relativamente exitoso desde una perspectiva humana y social, especialmente si lo comparamos con otros países.

Dicho esto, no está nada claro que dicho modelo sirva también para los tiempos actuales y venideros, por lo que se está abriendo la incógnita sobre si modificarlo o no. Indudablemente, hay indicios de un cambio de ciclo migratorio: la crisis ha eliminado las entradas laborales y reducido significativamente la reagrupación familiar en España, y con un stock de más de 5 millones de parados es difícil pensar en el regreso a cifras de inmigración laboral como las de la década pasada (aun cuando el mercado laboral es muy segmentado y en algunos sectores la oferta de ocupación no es cubierta por los autóctonos). Por otro lado, la idea de “laboralización” parece seguir siendo útil, pues constituye una suerte de conmutador semi-automático, que protege el mercado laboral interno cuando está deprimido y lo abre a la entrada de mano de obra extranjera cuando las ofertas laborales aumentan. Dicho esto, se trata de no repetir errores del pasado, si nos estamos planteando de alguna manera (re)fundar las bases de nuestro modelo productivo quizás valdría la pena que no lo sustentáramos esta vez en una pirámide cuya base son los empleos precarios y de escasa calificación, recomendación que naturalmente es más fácil de enunciar que de poner en práctica. En todo caso, esta valoración sobre las interrelaciones entre modelo productivo y migración laboral forma parte de un debate mucho más amplio y, sin duda, apasionante que escapa a esta breve nota, y que les toca abordar esencialmente a los responsables gubernamentales, centrales y autonómicos, ambos recientemente elegidos. Aquí me interesa un poco lo contrario, tocar aquellos otros aspectos del modelo migratorio actual que convendría revisar pero que no están directamente vinculados al mercado laboral. A ello dedicaré apenas dos breves reflexiones, una sobre inmigración y otra sobre integración, y una propuesta más concreta sobre nacionalidad.

Si hay algún lugar necesitado de una reforma, es el aparato administrativo de extranjería así como sus procedimientos, máxime en un contexto de menor presión migratoria como el actual. Con respecto a la Administración de Extranjería, haría falta repensar su estructura de dirección y de gestión, una vez que la idea de crear una Agencia parece definitivamente abandonada. Convendría empezar reforzando el trabajo horizontal entre Departamentos Ministeriales y Comisión Delegada, y verticalmente entre Gobierno y resto de Administración, donde claramente la pieza clave son las Oficinas de Extranjería, vinculadas a las Delegaciones y Subdelegaciones del Gobierno, pero que podrían coordinarse mejor también entre sí (pienso en algún órgano tipo Consejo de Jefes de Oficinas), y aprovechar para formalizar mejor sus relaciones con las CCAA y los Entes Locales. Con respecto a su funcionamiento interno, son tradicionales la quejas sobre la calidad de la atención, las garantías de tramitación o duración de los procedimientos en la administración de extranjería, a pesar de los esfuerzos realizados.

Pero, insistiendo en la coordinación, toda vez que los instrumentos de planificación y actuación administrativa (planes, programas, etc.. ) están plenamente consolidados como medios de transformación de un programa político en acción administrativa, es obligado señalar que los mismos no están bien trabados con sus homólogos autonómicos y locales, y tampoco son evaluados adecuadamente (o no se conoce su evaluación), ni incorporan siempre una adecuada programación y distribución de gasto en relación a las acciones propuestas (teóricamente sí en integración a través del Fondo, pero este no incluye todo lo que se hace en integración ni tampoco el resto de actuaciones en inmigración). Y si integración se considera competencia de ejecución esencialmente autonómica y local, no se entiende muy bien por qué razón se continúa utilizando un mecanismo de financiación condicionada en lugar de acordar una fórmula de cálculo que permita consolidar tal financiación directamente en los presupuestos de los entes receptores de la misma. La planificación pasa también por un ejercicio de transparencia sobre los criterios utilizados, por ejemplo, para la concesión de visados o la realización de las expulsiones. En este punto, quizás podría pensarse en una intervención complementaria Parlamento-Gobierno para concretar el despliegue cuantitativo de la ley, especialmente en la medida en que ello tiene un relevante impacto presupuestario. En general, hace falta repensar el modelo administrativo y jurisdiccional en su totalidad, pues funciona todavía como una Administración del S. XIX. La tímida instauración de instrumentos de administración electrónica de la LO 2/2009 es un primer pero muy tímido paso inicial. Y cuando digo esto pienso también en la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, que en la práctica es el único recurso que existe para controlar la actividad administrativa, tanto si se trata de casos importantes -o urgentes- como son las expulsiones como si se trata de cuestiones de muy menor importancia, lo cual al final resulta bastante inoperativo (dificulta la solución de controversias, general espacios de actividad administrativa menos sometidos a control jurisdiccional, incrementa los costes de la Justicia, etc…). Es verdad que en el futuro próximo Administración y Jurisdicción no estarán tan tensionadas por el número de expedientes, pero aprovechemos el momento para introducir las reformas necesarias para agilizar y aumentar la eficacia del modelo.

Enlazando ideas, si pronto superaremos el 50% de residentes de larga duración, y estamos naturalizando anualmente un 3-4% de los residentes extracomunitarios, y hemos admitido que la legislación de extranjería está relativamente madura, la atención quizá convenga trasladarla al tema que probablemente ocupará el debate de los próximos años: la integración de las personas de origen inmigrante. Pero en un sentido amplio, es decir, entendiendo que la integración no se puede limitar a los extranjeros, y que el espectro de las medidas que genéricamente consideramos de integración han de extenderse también a otros colectivos que no son forzosamente los compuestos por extranjeros extracomunitarias (por ejemplo, también a los naturalizados recientes, los ciudadanos comunitarios, los hijos de extranjeros y nacionales), y ello aunque su estatuto jurídico comporte la plena -o casi plena- equiparación con los españoles de origen. Pues en la vida diaria, muchas personas de origen inmigrante, continuarán necesitando apoyo para asegurar su integración real a pesar de lograr un estatuto jurídico estable o incluso la nacionalidad española, sólo que habrá que recurrir a instrumentos más específicos que permitan combinar medidas de lucha contra las discriminaciones (sobre todo encubiertas o indirectas), con  medidas de promoción de la igualdad en contextos multiculturales. Es en esta línea que probablemente haya que centrar el debate en las políticas sectoriales, donde CCAA y Entes Locales deben tener la iniciativa en cuanto que Administraciones competentes y más próximas a la raíz de los futuros conflictos de convivencia. Que los habrá, aunque probablemente no sean conflictos de cariz netamente racista sino que probablemente presenten un grado de complejidad mucho mayor en los que el racismo o la desigualdad sean sólo una de las aristas del problema, junto a mucho otros; y aunque lo más probable es que se planteeen mayormente en entornos deprimidos dónde conviven personas de diferentes procedencias con recursos limitados, no cabe descartar que los conflictos aparezcan con patrones muy distintos.

Y finalmente y de manera más específica, es inaplazable abrir el debate sobre el acceso privilegiado a la nacionalidad de que disfrutan los ciudadanos latinoamericanos tras dos años de residencia. No tanto para modificarlo de un día para otro, sino para empezar a buscar (y negociar) un sistema que permitiera reconducir la situación actual en unos pocos años. Que el tema es urgente lo demuestran las cifras: los latinoamericanos representan cerca de un 60% de los residentes extracomunitarios en España (casi 2,1 sobre 3,3 millones) y cerca de un 40% del total de extranjeros, pero constituyen casi el 84% de todas las naturalizaciones en España, incluidos comunitarios y no comunitarios (en 2010 de un total de 123.000 naturalizaciones, cerca de 103.000 eran de latinoamericanos). Si no fuera por los “inexplicables” retrasos en la tramitación de la nacionalidad, tildar de prematura la naturalización con tan solo dos años de residencia no sería probablemente descabellado (no olvido que el Juez del Registro verifica también la integración social de la persona, pero ello no resta peso al razonamiento). Una simple reforma del Código civil con un sistema de generosas cláusulas transitorias permitiría revisar este régimen específico o privilegiado de acceso a la nacionalidad española por residencia de sólo dos años, que es el régimen privilegiado del que disfrutan los ciudadanos latinoamericanos y situarlo en un marco más realista, entre los cuatro y siete años (si se quiere mantener un cierto privilegio), posiblemente acompañándolo de una rebaja del régimen de diez años de residencia previsto para el resto de nacionalidades. Es una propuesta, pero caben otras muchas basadas no tanto en la duración de la residencia como en el grado individual de integración (con la dificultad que supone emitir tal juicio, seamos conscientes de ello). En todo caso, es necesario reajustar este elemento disonante del sistema, sin por ello renunciar a la idea de que una nacionalidad abierta y flexible que favorezca el acceso a un estatuto jurídico de plena ciudadanía es el mejor  instrumento de inserción en la sociedad a medio y largo plazo del que disponemos. Ciertamente, comparada con las dos propuestas anteriores ésta es muy mucho más concreta y específica pero perfectamente podría pasar a la primera posición, pues es clave a largo plazo para dar coherencia al conjunto del sistema migratorio y de integración español, y evitar así la consolidación de un mecanismo dual de integración (bueno, de hecho ya es dual si consideramos el régimen de los ciudadanos comunitarios).

Evidentemente, podríamos abordar otras muchas cuestiones, pero creo que estas que he planteado no sólo resultan clave, además evitan condicionar el debate sobre el modelo migratorio vinculado a la estructura de mercado laboral en estos tiempos de incertidumbre, y pueden acometerse incluso en épocas de limitaciones presupuestarias, pues cuestan poco dinero. Una vez realizadas estaríamos probablemente en buenas condiciones para retomar el debate sobre mercado laboral y modelo migratorio, con la ventaja de  que, quizás para entonces ya tuviéramos más perspectiva y quien sabe si estaríamos empezando a dejar atrás la crisis.

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