Veto presupuestario, gobierno desamparado y Tribunal Constitucional, por Eduard Roig

El pasado año el Gobierno interpuso un conflicto ante el Tribunal Constitucional contra la decisión de la Mesa del Congreso que aceptó tramitar la proposición de ley de modificación de la LOMCE (Conflicto 355/2017), rechazando de este modo el “veto presupuestario” interpuesto por el Gobierno en ejercicio de la facultad prevista en el artículo 134.6 CE.

El Tribunal Constitucional se ha enfrentado en diversas ocasiones con la cuestión del veto presupuestario del gobierno, pero lo ha hecho habitualmente mediante recursos de amparo de los proponentes de la iniciativa frente a la decisión de la Mesa de la Cámara de no tramitarla a partir de la falta de conformidad del Gobierno. En el caso que aquí se comenta la situación es distinta, y es el Gobierno quien, al no haber conseguido convencer a la Mesa, se ha dirigido al Tribunal Constitucional, buscando su amparo frente a una mayoría parlamentaria que, teme el Gobierno, puede aprobar la iniciativa controvertida.

Esta no es sin embargo la única singularidad del procedimiento. El Gobierno no solicita que se desautorice la interpretación realizada por la mesa por inadecuada o desproporcionada, sino que lo que reclama es que tal interpretación no corresponde al órgano parlamentario sino al propio Gobierno. En otras palabras, el conflicto entre órganos constitucionales se concreta en la reivindicación por el Gobierno de la capacidad para definir los casos en que puede o no tramitarse una iniciativa parlamentaria, considerando una injerencia parlamentaria la valoración por parte de la Mesa de los argumentos planteados por el Gobierno en su disconformidad.

En este sentido, el Gobierno pretende revisar la consolidada jurisprudencia del Tribunal Constitucional (vid esencialmente la STC 242/2006, FJ 6) que reconoce una capacidad de valoración al órgano parlamentario, distinguiendo en la misma una vertiente formal y otra vertiente material:
– Desde el punto de vista formal, a la Mesa corresponde un control pleno sobre la concurrencia de los requisitos de la intervención del Gobierno (carácter expreso de la disconformidad, motivación de la misma, referencia al presupuesto aprobado y plazo de treinta días hábiles para su remisión).
– Desde el punto de vista material, a la Mesa corresponde una valoración de la argumentación del Gobierno limitada a “un control desde la perspectiva de la razonabilidad y la proporcionalidad” (STC 242/2006, FJ 6), que lleva a rechazar los casos de “carácter manifiestamente infundado del criterio del Gobierno” o de “interpretación arbitraria e irrazonable” (ibid.).

Así, los recursos de amparo presentados frente a decisiones de “veto” gubernamental asumidas por la Mesa se fundamentan en la valoración concreta de cada caso (y los actualmente pendientes de resolución se enfrentan a vetos interpuestos por contrarios a los objetivos presupuestarios [a tres años] y no al presupuesto, a vetos que consideran insuficiente la tradicional cláusula de entrada en vigor de la ley en el siguiente ejercicio presupuestario, a vetos genéricos o a vetos carentes de concreción financiera), mientras que el Gobierno, en su conflicto constitucional, pretende en cambio sustraerse a ese control de la Mesa del Congreso, lo que configuraría por fin al veto presupuestario como una potestad incondicionada del Gobierno, especialmente relevante en un contexto de gobiernos minoritarios y parlamentos fraccionados y con relevantes tentaciones populistas.

Sin embargo, y frente a esta situación pretendidamente desvalida del Gobierno, debe recordarse que:
– el veto presupuestario es un instrumento que se proyecta sobre un elemento que forma parte del contenido esencial del derecho a la participación política (el ejercicio de la iniciativa legislativa se integra claramente en el núcleo del ius in officium protegido constitucionalmente a través del art. 23.2 CE”;STC 242/2006, FJ 5), lo que exige la motivación de cualquier limitación a la misma (STC 227/2002, FJ 5);
– su ejercicio cercena por completo el debate parlamentario, pues impide incluso la discusión de toma en consideración de la propuesta;
– el Gobierno cuenta con múltiples elementos a lo largo del procedimiento para prolongar el debate o la entrada en vigor hasta nuevos ejercicios presupuestarios, como muestra la práctica parlamentaria;
– la Mesa se limita a evaluar la razonabilidad y proporcionalidad de la argumentación gubernamental, de modo que en manos del Gobierno está la fijación de los términos del debate y su argumentación;
– la facultad gubernamental se legitima “en la confianza concedida al Gobierno a través de la aprobación del presupuesto para ejecutar su programa anual de política económica sin que éste sea desnaturalizado a través de iniciativas legislativas parlamentarias” (STC 242/2006, FJ 3) y su finalidad es exclusivamente “garantizar la ejecución del programa económico aprobado con la Ley de presupuestos” (ibid. FJ 6).

En resumen, quien se encuentra habitualmente necesitado de amparo ante argumentaciones discutibles o infundadas es el proponente de la iniciativa, titular además de derechos fundamentales. Sorprende que el Gobierno considere que sus facultades constitucionales puedan verse afectadas, no ya en torno a una concreta argumentación de la Mesa (lo que, por otra parte, sólo generosamente puede dar lugar a un conflicto entre órganos constitucionales) sino por la propia existencia de la facultad revisora del  órgano parlamentario. Y ello además cuando la  resolución de 29 de julio de 2011 por la que se regula la composición y funcionamiento de la Oficina Presupuestaria de las Cortes Generales (BOCG, Serie A, num. 457) establece explícitamente que la Oficina puede ser requerida por el Congreso para evaluar el impacto de una iniciativa sobre la que el Gobierno ha mostrado su disconformidad “por suponer aumento de los créditos o disminución de los ingresos del ejercicio en curso” (art. 8.2).

Hará bien pues el Tribunal en mantener su capacidad de resolver los conflictos futuros que, caso por caso, puedan plantearse. Un reconocimiento de la inmunidad del Gobierno en este ámbito no sólo reforzaría el ya casi inasumible predominio gubernamental en nuestro sistema parlamentario, sino que vaciaría por completo la iniciativa legislativa de las minorías y, con ella, el derecho a la participación política reconocido por el propio Tribunal.

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