Proceso constituyente en Chile: dejando atrás la Constitución de Pinochet

Una de las peculiaridades de la historia política más reciente en Chile es haber transitado desde la dictadura de Pinochet hacia el régimen democrático, bajo la vigencia de la Constitución de 1980, redactada en plena dictadura y, principalmente, por un grupo de constitucionalistas afines y leales al régimen. A diferencia de todos los países que superaron trances históricos similares, la democracia chilena se sometió al proyecto político que la dictadura plasmó en su Constitución. Diversas razones pueden explicar esta situación, desde las definiciones estratégicas tomadas en la década de 1980 para derrotar a la dictadura, hasta la obligada convivencia entre los Presidentes de la República elegidos democráticamente y Pinochet como comandante en jefe del ejército durante la década de 1990. Formalmente, la dictadura terminó el día 11 de marzo de 1990, cuando asume el mando el Presidente elegido en las elecciones de 1989. Sin embargo, el nuevo régimen político no alteró, significativamente, las estructuras de poder social heredadas de la dictadura, en parte porque no pudo superar los enclaves autoritarios que protegían el texto constitucional, en parte porque las élites gobernantes se acomodaron, progresivamente, en un sistema político y social funcional a la concentración del poder.

Durante treinta años, las reformas constitucionales intentaron democratizar el régimen político y social, afectado por una irreversible crisis de legitimidad, pero sin éxito. Se introdujeron una serie de cambios desde 1989, cuyo principal objetivo era desarmar los enclaves autoritarios presentes en el texto y permitir –sin mucho éxito– el pleno despliegue de la democracia, especialmente en el aparato estatal. Pero las estructuras de poder social se mantenían inalteradas, pues las condiciones institucionales que determinaban el ejercicio de los derechos fundamentales seguían intactas, fieles al proyecto de ingeniería social de la dictadura, de corte neoliberal: un Estado subsidiario y privatizado, derechos mercantilizados, concentración del poder. El camino institucional escogido en la década de 1980 para salir de la dictadura –que asumió la vigencia de la Constitución como un dato y su legitimidad como algo que no valía la pena cuestionar– no tuvo la potencia suficiente para terminar con su proyecto político. Todo cambió el 18 de octubre de 2019.

La revuelta popular que estalló en Chile en octubre de 2019 puso término al camino escogido en la década de 1980 para luchar contra la dictadura, que configuró las características del ciclo político conocido como Transición, iniciado en 1990. La democracia de las últimas tres décadas se ha caracterizado por ser una de baja intensidad, donde las formas de la representación no permiten la efectiva protección del interés general, tanto por la creciente corrupción del sistema político, como por la completa ausencia de participación ciudadana efectiva e incidente. Desde 1990, la actividad política se verificó de espaldas al pueblo, a los pueblos, que se limitaba a concurrir a las urnas cada cuatro años, prácticamente para ratificar autoridades públicas en cargos que se sumían en una crisis de legitimidad cada vez más profunda. Los modos de acumulación característicos del orden constitucional heredado de la dictadura, funcionales a la concentración del capital y del poder político, terminaron configurando procesos sociales atravesados por la acumulación del malestar y una sensación de abuso transversal.

En los últimos años, las demandas sociales por un país más justo y una vida digna se fueron intensificando progresivamente. Ámbitos fundamentales para la vida en sociedad, como el trabajo, la vivienda, la educación, el agua, el medio ambiente, la salud o la seguridad social, protagonizaron importantes ciclos de protestas sociales a los que la élite nunca quiso prestar atención. Importantes dimensiones de la vida individual y social han evidenciado un alto nivel de conflictividad social a lo largo de las últimas décadas, todas ellas atravesadas por la forma en que los derechos fundamentales han sido regulados por la Constitución de 1980, en clave mercantilizada y desde una perspectiva radicalmente individualista. Desde este punto de vista, el proyecto político de la dictadura siguió configurando la vida en sociedad, desplegando sus efectos en clave neoliberal y mercantilizada sin contrapesos. Hasta octubre de 2019.

Como consecuencia de la revuelta popular de 2019 –todavía activa– se inició un proceso constituyente destinado a redactar una nueva Constitución y superar, de forma definitiva, el proyecto político de la dictadura. En noviembre de 2019 se estableció un itinerario no exento de dificultades –en especial por el poder que todavía tiene la derecha pinochetista– que contempla un plebiscito de entrada, la elección de las y los constituyentes y un referéndum ratificatorio. El plebiscito, celebrado el día 25 de octubre pasado, dejó en evidencia el apoyo popular mayoritario en favor de cambios estructurales, con un porcentaje de aprobación cercano al 80% de los votos y una participación por sobre el 50% de un padrón electoral que, curiosamente, no se encuentra debidamente actualizado. Como consecuencia de este resultado, en abril concurriremos a las urnas para elegir a las y los integrantes de la Convención que redactará la nueva Constitución, en un hecho inédito en la historia política de Chile, pues todas sus constituciones han sido el resultado de golpes de Estado o guerras civiles. Además, la convención será paritaria en términos de género y en estos días se discute la incorporación de escaños reservados para los pueblos originarios.

Estamos ante un momento único en la historia del país, que podría significar un punto de inflexión y abrir nuevos horizontes para el desarrollo económico, social y cultural durante las próximas décadas. La crisis de legitimidad del orden constitucional heredado de la dictadura se ha proyectado tanto sobre la institucionalidad como sobre la propia sociedad. Así, mientras las instituciones –especialmente las que están llamadas a representar la voluntad popular– cuentan con bajísimos niveles de confianza y reconocimiento por parte de la ciudadanía, las condiciones materiales de existencia que este orden impone a las personas –determinadas por la subsidiariedad del Estado y la hegemonía de la razón neoliberal– han desacreditado por completo esa vieja estrategia de la década de 1980, la de luchar contra la dictadura con sus propias instituciones.

La revuelta popular que estalla en octubre de 2019 ha generado las condiciones que nos permiten pensar en alternativas para nuestra convivencia democrática. El desafío del proceso constituyente ya en marcha –respaldado por la contundente manifestación de voluntad popular en el plebiscito del pasado 25 de octubre– no se agota en la redacción de una nueva Constitución, pues recibe el mandato de superar las estructuras de poder social heredadas de la dictadura y dar paso a condiciones políticas, sociales, económicas y culturales que permitan una convivencia democrática basada en una distribución efectiva del poder. Son muchos los problemas sociales que han cobrado visibilidad a lo largo de los últimos años, especialmente de la mano del ciclo de protestas desencadenado en octubre de 2019. La nueva Constitución debe ser capaz de responder a ellas y garantizar, al mismo tiempo, el despliegue efectivo de una democracia construida sobre las bases de la soberanía popular.

1 Comment

  1. Buen artículo, muchas gracias.

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