Canadá tiene otro referéndum en perspectiva

Alberta es una de las diez provincias que, con tres territorios administrados directamente por el gobierno federal, forman la federación canadiense. Para dar una imagen de entrada, inevitablemente simplificadora, Alberta es lo más parecido a Texas en Canadá. Por tamaño, por prosperidad relativa y por una cultura popular que tiene su eclosión en la Calgary stampede. En esa celebración, que combina atracciones al aire libre, un salón de la agricultura y un festival de rodeo, muchos habitantes de la ciudad añaden un toque de indumentaria de cowboy a su vestimenta habitual. Botas, pantalones y sombreros vaqueros son habituales. Como los tejanos, los albertanos tiene la fama de desconfiar del gobierno federal. En esa provincia tuvo mucha fuerza el populismo de base rural, y entre 1920 y 1935 fue gobernada por la United Farmers of Alberta, una organización sindical agraria que desconfiaba de los representantes parlamentarios. Su gobierno actual, en manos del United Conservative Party y liderado por Jason Kenney, sigue en parte esa tradición populista.

Hoy Alberta es una de las provincias más ricas de Canadá. Es, por tanto, contribuyente neta a la solidaridad interterritorial. Otras provincias más pobres, como Quebec, figuran normalmente entre las beneficiarias de ese sistema de financiación. Y como es archisabido, resulta que la agenda política de los últimos treinta años ha pasado por el conflicto resultante del secesionismo de la provincia francófona. Otras provincias en el Oeste, como Columbia Británica y Alberta, se han sentido ignoradas por el gobierno federal, hasta el punto de que en las últimas elecciones federales de 2019 se formó un movimiento denominado Wexit que, inspirado por lo que significa la expresión Brexit, decía buscar la secesión de Columbia Británica y Alberta. Es minoritario, pero reposa sobre bases reales. También en Alberta, donde sus orígenes se pueden encontrar en los años treinta del siglo pasado.

os gobiernos federales han dedicado muchos esfuerzos políticos a contener el secesionismo de Quebec, y, ahora que ha perdido fuerza, se percibe con toda claridad el malestar de las provincias del Oeste. En Alberta, su prosperidad depende en gran parte del petróleo, y es un sector que empieza a tener problemas. El gobierno federal de Justin Trudeau se inclina hacia una política ambiental estricta, y el petróleo albertano se obtiene en parte del tratamiento de arenas petrolíferas con procedimientos de gran impacto ambiental. Para facilitar la exportación de su crudo se ha proyectado un oleoducto, pero algunas provincias, como Quebec, tratan de bloquearlo. De modo que la incomodidad de Alberta en la federación tiene raíces claras: muchos perciben un saldo demasiado negativo entre lo que aporta y lo que recibe, consideran que su influencia política no es proporcional a su peso económico y creen llegado el momento de dar un puñetazo en la mesa.

Jason Kenney, su primer ministro, lo anunció el pasado 18 de junio. En 2021 tendrá lugar un referéndum en la provincia sobre el sistema de financiación canadiense, a no ser que se cumplan dos condiciones: la retirada de una ley federal rechazada por la industria petrolera de la provincia (la Ley C-69, orientada a la protección del medio ambiente), y el cese del bloqueo al oleoducto. Si esas condiciones no se satisfacen en octubre del próximo año, Kenney va a seguir la recomendación de un panel de expertos en su informe “Un trato justo para Alberta”. Se convocará un referéndum y la pregunta del referéndum será “¿Aprueba usted la derogación del artículo 36 de la Ley Constitucional de 1982, por el que se establece el principio de equiparación?” Ese principio de equiparación (“equalization” en inglés) trata de asegurar la suficiencia financiera de las provincias más pobres con la contribución de las más ricas, para que la prestación de servicios públicos tenga un nivel equiparable en todo el territorio. El mecanismo empezó a funcionar en 1957, y se estableció como principio constitucional en el artículo 36 de la Ley constitucional de 1982.

Dejemos claro de entrada que Kenney no es un separatista. La iconografía oficial muestra siempre la bandera canadiense junto con la provincial. El documento de los expertos que inspira su propuesta tiene un logo en el que se funden el mapa de Alberta con la hoja de arce canadiense, y se insiste en que se trata de encontrar un mejor acomodo de la provincia en la federación. Pero su iniciativa puede tener mucho impacto. Para explicarlo, imaginemos que algo así ocurre en España. Supongamos por un momento que el presidente de una comunidad autónoma descontenta con el sistema de financiación, al que es contribuyente neta, anuncia un referéndum para alterar el artículo 138.1 de la Constitución (CE), haciendo desaparecer el principio de solidaridad interterritorial. Eso es lo más parecido al planteamiento del primer ministro albertano. Y, si como tal la pretensión puede resultar chocante, tal vez para algunos lo sea aún más el hecho de que, desde el punto de vista jurídico, pueda hacerlo.

Alberta dispone de una “Ley para el referéndum constitucional”, del año 2000. Esa ley está pensada para someter a consulta popular una propuesta de modificación de las normas constitucionales canadienses. Los términos de la pregunta los aprueba el parlamento provincial, a propuesta de un miembro del gobierno. Si se aprueba la iniciativa, el resultado vincula al gobierno de la provincia, lo que significa que debe poner en marcha los mecanismos de reforma de la Constitución canadiense. En el caso español, algo así sería más que improbable. Es cierto que un parlamento autonómico puede proponer una reforma constitucional (artículo 166 en relación con el 87.2 CE). De hecho, siguió este camino una propuesta de la Junta del Principado de Asturias en 2014, pero decayó al terminar la legislatura sin haberse aprobado. Lo que no puede hacer una comunidad autónoma es convocar unilateralmente un referéndum, porque eso, como ya sabemos, es una competencia exclusiva del Estado según el artículo 149.1.32º CE.
Lo dicho hasta aquí creo que desmiente la idea de que en Canadá el gobierno federal “permite” que las provincias convoquen referéndums. Oímos a veces que los que han tenido lugar en Quebec, por ejemplo, habrían sido posibles gracias a la buena disposición del gobierno de Ottawa. No es así: las provincias tienen la competencia para convocarlos, sobre cualquier materia, y para ello no tienen que pactar nada previamente con el gobierno federal u obtener su permiso. En el caso que nos ocupa, si se lleva a cabo el referéndum en Alberta, se debería poner en marcha el procedimiento previsto en el artículo 38 de la Ley constitucional de 1982. Se aplicaría lo que se conoce como fórmula general de reforma, que implica que, además de la Cámara de los Comunes y el Senado, deben estar de acuerdo con ella las asambleas legislativas de al menos siete de las diez provincias canadienses, y que esas provincias representen al menos el 50% de la población de Canadá.

Si consideramos que la población total del país supera en poco los 36 millones de habitantes, conviene hacer un rápido cálculo para hacerse una idea de las probabilidades que podría tener una reforma que eliminara la solidaridad interprovincial. Atendiendo a los datos de Wikipedia, con todas las reservas que ello implica, si sumamos la población de las provincias que desde 2011 no se han beneficiado de los programas de equiparación (además de Alberta, Columbia Británica, Saskatchewan y Terranova-Labrador), la suma de la población de todas ellas no llega a los 11 millones de personas. Podría darse el caso de que se consiguiera, si Ontario (aproximadamente 14 millones de habitantes) se convierte en los próximos dos años en una de las provincias que deja de recibir aportaciones de solidaridad. Pero para eso haría falta que se olvidara de los años en los que se benefició de un sistema que puede volverle a hacer falta. Y, además, hay que tener en cuenta la ley federal de 1996 relativa a las reformas constitucionales. Según esa ley (artículo1), el gobierno federal no puede promover ninguna reforma constitucional si entre la mayoría de las provincias que la aprueban no están Ontario, Quebec, Columbia Británica, la mayoría de la población de las provincias atlánticas (Nueva Escocia, Nuevo Brunswick, la Isla del Príncipe Eduardo y Terranova-Labrador), y la mayoría de la población de las provincias de la región de las Praderas (Manitoba, Saskatchewan y Alberta). Eso restringe aún más las probabilidades de éxito de una iniciativa de reforma constitucional que carezca de un consenso amplio y variado, que cubra provincias de perfiles e intereses diferentes.

Pero que puedan hacerlo no quiere decir que siempre sea oportuno que lo hagan. Rachel Notley, la líder socialdemócrata de la oposición al gobierno albertano, que fue primera ministra provincial entre 2015 y 2019, ha criticado la propuesta de Kenney. Le ha reprochado que la iniciativa puede dar alas al separatismo, aunque Kenney lo rechace explícitamente. El argumento de Notley es que, aun compartiendo el descontento por el sistema de financiación, la victoria en el referéndum produciría frustración, porque, para cambiar la constitución canadiense en este punto, necesita al menos el acuerdo de otras seis provincias. Y un acuerdo así es altamente improbable, sobre todo si se basa en la insolidaridad de una provincia próspera. No sabemos si eso persuadirá a sus conciudadanos de la provincia. Pero da que pensar, y no solo en Alberta.

Algunas referencias para continuar profundizando:

  • BARRIE, Doreen: The Other Alberta: Decoding a Political Enigma, Regina: University of Regina Press, 2006
  • MACPHERSON, C.B.: Democracy in Alberta: Social Credit and the Party System, Toronto: University of Toronto Press, 2013 (2ª edición)
  • PELLETIER, Benoît: «La modification et la réforme de la Constitution canadienne», Revue générale de droit, vol. 47, num. 2, p. 459-517

 

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