4.- 40 años de Constitución – Cuarenta años de derechos sociales y una propuesta de reforma, por Itziar Gómez

La efeméride de los 40 años de aprobación de la Constitución Española de 1978 ha servido para hacer recuento de las fortalezas y debilidades, no sólo de un texto normativo, sino de un sistema jurídico constitucional en su conjunto. Después de escuchar muchas reflexiones en relación con el citado balance, no me cabe duda de que la perspectiva “generacional” condiciona sobremanera  la valoración que se hace respecto del “éxito” y “aportaciones” de la Constitución a la construcción del Estado Social y Democrático de Derecho (art. 1.1 CE)  que debiera ser España. Siendo esto así, desde la perspectiva de una generación que, por razones temporales obvias, no ha podido interiorizar emocionalmente la importancia de la Constitución como puente para pasar de un sistema de Gobierno dictatorial y autoritario a uno democrático, aunque haya sido capaz de racionalizar dicha importancia, el balance es sólo parcialmente positivo. Especialmente si se analiza la deriva del modelo, y se evita formular un examen del tiempo presente en comparación con lo que fuera la sociedad española del año 1978.

A mi juicio, el desapego que siente mi generación (la de los nacidos a partir de 1975), pero sobre todo la que sigue a la mía, respecto de la Constitución de 1978 debiera preocuparnos. No se trata solo de un problema de falta de conocimiento, que también, sino de una cuestión de ausencia de referencias contemporáneas en la selección de las opciones políticas fundamentales del texto constitucional. Podría decirse que la Constitución está desconectada de parte de la realidad jurídico-social, esto es, que ha dejado de tener relación, comunicación o enlace con parte de la sociedad cuyas opciones políticas fundamentales, teóricamente, congrega. Y, en este punto, la cuestión de cómo se abordan los derechos sociales, me parece un elemento determinante. Un elemento clave.

En el trinomio “Estado social y democrático de derecho”, la democracia y el imperio de la ley se han desarrollado con una intensidad suficiente, y han permitido desplegar estructuras institucionales lo suficientemente fuertes y lo bastante garantes de la participación ciudadana, siendo todo ello, obviamente, mejorable. Pero el desarrollo de la dimensión social del Estado no ha ido a la par, y la crisis económica de la última década ha tenido un impacto intenso en la estructura económica, pero también en la estructura social y en el mapa político del país. No se puede negar que la situación, globalmente considerada, en términos económicos y sociales es mejor que a finales de los años 70, pero tampoco que los índices de desigualdad y de exclusión social han aumentado desproporcionadamente en los últimos años, expulsando a muchos de quienes integran la generación más joven del mercado de trabajo en España; de la estabilización profesional temprana; del mercado del alquiler o de la compra de vivienda; o de la posibilidad de formar una familia, cuestión esta asociada al dramático descenso de la natalidad, en gran medida vinculado a la inadecuación de las políticas públicas y privadas de conciliación de la vida personal, familiar y profesional. Todas estas cuestiones, que podríamos simplificar hablando de trabajo, vivienda y vida personal y familiar, son cuestiones sociales fundamentales que no tienen traducción clara, como opciones políticas fundamentales, en el texto constitucional. Y todas ellas tienen que ver con el ejercicio de derechos sociales. Por ello, y aquí se cierra en parte el círculo de este razonamiento, entiendo que buena parte del desapego de las generaciones que no vivieron la transición, con el texto constitucional, puede vincularse a la inadecuada materialización del Estado social o, incluso, a la insuficiente consagración constitucional de los derechos sociales, con lo que la “revinculación” de la sociedad con el texto constitucional debiera pasar por el refuerzo de estos derechos sociales, y por tanto por el refuerzo del Estado Social.

Llegados a este punto, podrían ser muchas las fórmulas para abordar el problema. Habrá quien entienda que basta con un refuerzo de las políticas públicas. Siempre desde una posición minimalista (y, ¿por qué no decirlo? posibilista), habrá también quien proponga un mero desplazamiento de algunos principios rectores del Capítulo III del Título I a la Sección 1ª del Capítulo II. Así se habla, por ejemplo, de que el derecho a la protección de la salud del art. 43 CE, por su estrecha vinculación con el derecho a la integridad física y moral del art. 15 CE, debiera asociarse a este último, elevándolo a los altares de la garantía reforzada reconocida a los derechos fundamentales en sentido estricto.

Yo no creo que ninguna de esas dos opciones sea suficiente. Cualquier otra, en cambio, exige modificar el paradigma de la reflexión, y volver sobre categorías dogmáticas complejas y que damos por inmutables. Pero que no lo son. Entiendo que cualquier otra opción pasa por someter a crítica la estructura tripartita del Título I, y el modelo de garantías que diseña el art. 53 CE, asumiendo como plenamente válida la idea de universalidad de los Derechos Fundamentales, y de conexión entre derechos que se deriva claramente de la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el asunto Airey c. Irlanda, de 1979. En su argumentación el TEDH insistió en que el Convenio Europeo de Derechos Humanos debía ser leído a la luz de las condiciones de vida del momento, asumiendo que este “dentro de su ámbito de aplicación tiende a otorgar una protección real y concreta del individuo”, de modo que aunque se limite a enumerar esencialmente “derechos civiles y políticos, muchos de ellos tienen proyecciones de orden económico o social”. Dicho en otros términos, Estrasburgo reconoce que los derechos no se encierran en compartimentos estancos. Y en esa misma línea parece ir la Carta de Niza, que articula los derechos en torno a principios o finalidades a cuya consecución se orientan aquellos. La clásica división entre derechos civiles y políticos, y derechos económicos, sociales y culturales, en la que se inspira nuestro propio texto constitucional, y que fue fundamental en los años 60 del Siglo XX, en plena Guerra Fría, puede y debe ser revisada casi sesenta años después.

Trabajar en la eliminación de esta antigua dicotomía, o lo que es lo mismo, suprimir la tripartición de los derechos contenidos en el Título I (Sección 1ª del Capítulo II, Sección 2ª del Capítulo II, Capítulo III), favorece el entendimiento y la integración en el texto constitucional de la idea de la universalidad de los derechos fundamentales, que está presente en absolutamente todos los documentos internacionales recientes en materia de derechos humanos; pedagógicamente ayuda a la asimilación de la idea de que los derechos, en sí y por su naturaleza, no deben ser diferenciados, lo que no significa necesariamente que todos tengan que tener el mismo nivel de garantías; y facilita el tránsito a un nuevo sistema de garantías que no se vincule artificiosamente a la estructura del Título I.

Obviamente, este cambio llevaría a reformular el actual art. 53 CE.

La garantía de reserva de ley del vigente apartado 1 podría extenderse a la totalidad de los derechos. No parece razonable, por ejemplo, que el derecho a la vivienda, si alguna vez se regula como tal, sea desarrollado por decreto, y no por ley, sin que ello quiera decir que sea necesario regularlo por ley orgánica. A mi juicio los hoy llamados “principios rectores” también vinculan a todos los poderes públicos, no puede entenderse de otro modo desde el punto y hora en que tienen un reconocimiento constitucional expreso.

En relación con las garantías jurisdiccionales contenidas en el apartado 2 del art. 53 CE habría que vincularlas a determinados derechos fundamentales que, por su contenido de derechos-libertad prevalente, sean fácilmente protegibles por la vía del amparo judicial y del amparo constitucional. Ello no impediría establecer algunos derechos con fuerte contenido prestacional entre los protegibles a través de garantías jurisdiccionales específicas, ajustando tal posibilidad a la estructura misma de la configuración del derecho. No sería complicado imaginar la “justiciabilidad” del derecho a la salud, por su estrecha vinculación con el derecho a la vida, mientras que, posiblemente sería más complicado abordar la jurisdiccionalización de la protección del medio ambiente con carácter absoluto y sin intermediación legal. En el mismo sentido, sería viable pensar en la garantía jurisdiccional del derecho al matrimonio, a la propiedad privada (lo que permitiría, por cierto, por la vía de lo dispuesto en el art 10.2 CE asimilar la rica jurisprudencia del TEDH en materia de protección de los derechos sociales por la vía de la protección del derecho a la propiedad, cuestión esta en la que no me voy a detener en ese momento), a la libertad de empresa y a la seguridad social.

Por último, respecto del apartado 3, creo que devendría en buena parte innecesario. Quizá podría mantenerse exclusivamente la mención del necesario desarrollo normativo, de cara a la justiciabilidad del derecho, en relación con los contenidos en los arts. 40 (derechos del ámbito laboral), 42 (derechos de los trabajadores en el extranjero), 44 (derecho a la cultura), 45 (derecho al medio ambiente), 46 (derecho al patrimonio), derecho a la vivienda (art. 47), derecho a las pensiones (art. 50), derechos de los consumidores (art. 51). Los demás preceptos del actual Capítulo III o bien no reconocen derechos en sentido estricto, sino grupos de titulares particularmente vulnerables a quienes se presta un reconocimiento expreso (jóvenes, discapacitados, ancianos, arts. 48 a 50 CE), o bien se formulan ya de forma que la existencia de ley previa de desarrollo resulta imprescindible (art. 52, por ejemplo).

No se me escapa la osadía de la propuesta. Pero tampoco me resulta ajeno el riesgo de no abordar una reforma constitucional que permita dar una vitalidad nueva al pacto básico de convivencia. No me interesa, en este punto, la discusión sobre si se trata de formular un nuevo pacto constituyente, o de reformar el pacto previo. Esta cuestión, en lo que tiene de académica, vendría después, a resulta del análisis de las hipotéticas reformas del texto constitucional. Y en lo que tiene de política compete a otros desarrollarla. Los mismos que tienen atribuida, constitucionalmente, la responsabilidad de mantener vivo el texto también a través de sus reformas.

1 Comment

  1. muy sugerente el contenido del artículo, sobre todo, en el caso de las CCAA, para la regulación de los denominados derechos estatutarios, en los que se da mucha confusión entre derechos con acción ante la jurisdicción y principios rectores, sin que necesariamente estos últiimos mermen su valor ni su necesariedad en los textos estatutarios por requerir un desarrollo legal; supone a la postre dejar que los legisladores en cada momento, es decir, cada generación, configure los derechos adaptados a la realidad de su tiempo: un acertado privilegio de las democracias.

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