La vía penal en el conflicto catalán: de la ultima ratio a la única respuesta, por Mercedes García Arán
Catedrática de Derecho Penal de la UAB
Los procesos penales abiertos por actuaciones de cargos políticos del espacio independentista en Cataluña ha generado, con razón, numerosas advertencias sobre los efectos nefastos de la judicialización de la política: renuncia a la solución de conflictos políticos en el ámbito que les es propio y paralela tensión de los Tribunales, compelidos a solucionarlos con el consiguiente riesgo de desprestigio y pérdida de reconocimiento como órganos independientes del poder político. Pero, por exactamente las mismas razones, muchos de quienes estamos seriamente preocupados por ello nos resistimos también a caer en el extremo contrario: politizar la justicia exigiendo a los jueces que consideren exclusivamente la innegable dimensión política del problema, relegando la aplicación de la ley a cuyo imperio se encuentran “únicamente sometidos” (art. 117.1 de la Constitución).
El tema remite a los clásicos límites de la siempre imprescindible interpretación de la ley. A mi juicio, esta pretensión de equilibrio debe conducir a un intento de racionalización basado en el siguiente punto de partida: es necesario buscar interpretaciones posibles orientadas a evitar el recurso a la vía penal en la solución de conflictos políticos. Pero interpretaciones “posibles” son aquellas que, manejando métodos admitidos, no desbordan el sentido posible de los términos legales ni conducen al vaciamiento de las normas o su derogación judicial. Y si a métodos admitidos nos referimos, creo que no se utilizan todas las posibilidades de algunos tan conocidos como la consideración del fundamento de las instituciones jurídicas que se pretende aplicar, o la antijuridicidad material ausente cuando la conducta no supone una real afectación al bien jurídico protegido por la norma penal. O, si se prefiere, las posibilidades de la vieja interpretación teleológica de las normas o la consideración del derecho penal como ultima ratio que, si bien no sirve para derogar judicialmente las normas penales, debe servir para interpretarlas, en tanto en cuanto se remite al principio constitucional de proporcionalidad (STC 136/1996)
En tal intento racionalizador –a veces próximo a la cuadratura del círculo- creo necesario diferenciar las situaciones para evitar maximalismos (de “todo o nada”) en el recurso a la vía penal. En mi opinión y sin pretensión alguna de proporcionar recetas, cabe abordar el debate comenzando por la especificidad de las actuaciones producidas dentro de las funciones parlamentarias, en las que no me parece extemporáneo acudir a la soberanía de la Cámara o a una interpretación generosa de la inviolabilidad parlamentaria (art.71 CE) basada en su finalidad de protección de la autonomía de sus funciones, sin que el precedente de la rechazable condena por desobediencia del Presidente del Parlamento vasco, Juan Mari Atutxa en 2008 debiera suponer un obstáculo insalvable ocho años después y con una distinta realidad política.
Por otra parte, preocupan aquellas interpretaciones que no sólo no se orientan a reducir la intervención penal a la ultima ratio sino que parecen buscar precisamente lo contrario, por ejemplo, desbordando el concepto de provocación para vincular discursos que tampoco comparto, a un delito tan grave como la sedición, lo que conduce a todos aquellos supuestos en que entra en juego la libertad de expresión. Nuestro Código Penal es extraordinariamente pródigo en la protección del prestigio de las instituciones penalizando las injurias que se les dirigen: a la Corona (art. 491) a las Cortes Generales y los Parlamentos autonómicos (art. 496), al Gobierno, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Constitucional, Gobiernos autonómicos o TSJ de las Comunidades Autónomas (art. 504) etc. Sin poder desarrollarlo aquí, tales tipos penales deberían desaparecer por colisionar con la libertad de expresión, pero estando vigentes, también es posible evitar su aplicación cuando las expresiones no suponen un peligro real para las instituciones constitucionales protegidas, lo que ocurre en la mayoría de los casos. Porque sólo sistemas políticos inseguros por su falta de consenso social necesitan recurrir al derecho penal para proteger su prestigio.
Con todo, si la calificación penal es absolutamente ineludible, no puede evitarla satisfactoriamente el único argumento de que se trata de “un problema político”, aunque lo sea y preocupe el recurso a la vía penal. La sanción penal de la desobediencia puede cuestionarse en determinados contextos en que es la consecuencia inevitable de una actuación política más amplia, pero cuando la desobediencia parece dirigida precisamente a provocar la respuesta penal y se proclama como el único y esencial objetivo de un hecho concreto, no puede esperarse que jurídicamente deje de considerarse como tal.
En todo caso, nada de lo dicho hasta aquí tiene sentido si se contempla como una mera discusión técnico jurídica a la que se confía la solución del problema. Por ello conviene concluir recordando que, en situaciones como la actual, la vía penal resulta especialmente inconveniente si se utiliza como única respuesta y en ausencia de actuaciones políticas dirigidas a solucionar los conflictos de fondo.