La renuncia a controlar la constitucionalidad de los tratados internacionales, por Eduard Roig

El 3 de abril del presente año 71 diputados presentaron a la Mesa del Congreso una propuesta de requerimiento al TC de dictamen sobre la constitucionalidad del Acuerdo Económico y Comercial Global entre Canadá, por una parte, y la Unión Europea y sus Estados miembros, por otra, hecho en Bruselas el 30 de octubre de 2016 (Acuerdo CETA). El 18 de mayo el Pleno del Congreso rechazó la propuesta, por 86 votos a favor y 258 en contra, en el mismo debate en que se aprobó la ratificación del Acuerdo por parte del Congreso, en una acumulación de debates que en sí misma resulta muy discutible.

La iniciativa planteaba dudas esencialmente respecto de los efectos del CETA para el acceso a la tutela judicial efectiva y sobre la aplicabilidad del procedimiento de ratificación del artículo 93 CE. Ambos son aspectos de interés y que no han sido abordados por el Tribunal Constitucional hasta hoy. Sin embargo, la propia presentación y tramitación de la propuesta de requerimiento pone sobre la mesa una cuestión distinta y de más amplio alcance: los requisitos para el control de constitucionalidad de los tratados internacionales.

La consulta de la base de datos del Congreso permite comprobar que se trata de la primera vez en nuestra historia que se plantea en el Congreso una solicitud de dictamen del Tribunal Constitucional sobre tratados internacionales. Desde 1979 hasta hoy sólo en dos ocasiones se ha iniciado ese procedimiento: en 1992 y en 2004, en ambos casos a iniciativa del Gobierno, sobre aspectos poco polémicos y en un contexto de general apoyo a la ratificación de los tratados afectados. El carácter excepcional resultante no es, desde luego, consecuencia de la escasez de tratados internacionales; ni tampoco del carácter pacífico sobre su constitucionalidad. Se trata de la consecuencia natural de un procedimiento que tan sólo puede adoptarse con el voto favorable de la mayoría de la Cámara (así lo dispone el art. 157 del Reglamento del Congreso); la misma mayoría que, acto seguido, va a autorizar la ratificación del tratado. Podemos imaginar cuantos recursos de inconstitucionalidad se habrían presentado si fuera necesaria la mayoría de la Cámara para ello.

El control de constitucionalidad se ejerce normalmente a iniciativa de la minoría y carece de sentido requerir la mayoría a esos efectos. La solicitud de intervención del Tribunal Constitucional no impide la adopción final de la decisión política de la mayoría (en el marco constitucional), ni la retrasa en términos insostenibles en el marco de las relaciones internacionales (el Tribunal adopta su declaración en el plazo de tres meses, que podría reducirse si fuese necesario). El derecho, y especialmente el derecho parlamentario y la regulación del acceso a los tribunales, es esencialmente una garantía de la minoría frente a la decisión final de la mayoría. Por esa razón se ha reclamado repetidamente una mayor apertura de las posibilidades de control (político) de las Cámaras a las iniciativas de las minorías (razonablemente cualificadas; y debe recordarse que 71 diputados equivalen a más del 20 % de la Cámara), sin perjuicio de la decisión final mayoritaria.

Idéntico razonamiento debería impulsar la apertura del control (judicial) de constitucionalidad a las mismas minorías que pueden presentar el recurso de inconstitucionalidad contra leyes (50 diputados). La creciente importancia y valor de los tratados internacionales (que son aplicables directamente y permiten a los tribunales ordinarios inaplicar normas internas contrarias a los mismos, como crecientemente sucede) y el desplazamiento de las grandes decisiones políticas a los foros de negociación entre estados son razones fundamentales en este sentido. Los tratados internacionales han dejado de ser una norma específica para relaciones particulares con algún estado concreto, sometida normalmente a la necesidad de desarrollo interno y destinada a la regulación de aspectos técnicos. Si esa podía ser la situación en 1982 (año de aprobación del Reglamento del Congreso), hoy la realidad es otra y cada vez más nos encontramos ante tratados de aplicación prácticamente general, con normas directamente aplicables sobre aspectos fundamentales de la sociedad y con crecientes cesiones de capacidad de decisión en favor de órganos intergubernamentales o supranacionales.

Por otra parte, debe recordarse que existe la posibilidad de que 50 diputados o senadores presenten un recurso de inconstitucionalidad contra el tratado una vez publicado, lo que sitúa al Tribunal en una posición mucho más difícil y condicionada, y también a España en caso de declaración de inconstitucionalidad, que es precisamente lo que quiso evitarse con la posibilidad del dictamen previo frente a tratados.

Otros países han asumido ya estas líneas, a través de diversas vías procesales (el control de constitucionalidad del Consejo Constitucional francés a iniciativa de una minoría de diputados o senadores o los recursos de amparo contra tratados ante el Tribunal Constitucional alemán, en ambos casos planteados ya sobre el CETA, por ejemplo).

La actual regulación del artículo 157 del Reglamento del Congreso equivale en la práctica a renunciar al control de constitucionalidad de los tratados internacionales. Tal renuncia no sólo daña los derechos constitucionales de quienes puedan verse afectados por tales decisiones, sino que es un elemento más en la creciente distancia de los ciudadanos respecto de la Constitución y su sistema de garantías. Su reforma debería sumarse a las propuestas pendientes desde hace ya demasiado tiempo sobre el refuerzo de las posibilidades de las minorías en materia de comisiones de investigación o demandas de comparecencia de los miembros del Gobierno.

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