Sobre Estrasburgo y el conflicto catalán, por Luis López Guerra
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid, Exvicepresidente del TC y Exmagistrado del TEDH
Es un fenómeno ampliamente reconocido en muchos contextos la tendencia de los actores políticos (partidos, gobiernos y parlamentos) a huir de la toma de decisiones en cuestiones controvertidas en la opinión pública, y a dejar que sean los tribunales los que vayan resolviendo los problemas que se planteen. Valga señalar en nuestro país, como ejemplo, todo lo referente a temas como la eutanasia o, con anterioridad, lo relativo al derecho de huelga, aún sometido a una regulación preconstitucional. Para no hablar de la remisión al Tribunal Constitucional de los problemas de delimitación competencial, entre Estado y Comunidades Autónomas, que ha llevado a que se pueda hablar de un “Estado jurisprudencial de las autonomías”.
Algo así se ha producido en relación con el proceso independentista de Cataluña. Y ello en dos fases sucesivas (y en parte simultáneas). En un primer momento, se destaca la clamorosa falta de respuesta política a los desafíos que el movimiento nacionalista y posteriormente independentista planteó a partir prácticamente de la famosa sentencia 31/2010, respuesta que intentó sustituirse por la remisión del problema al ministerio fiscal y a los Tribunales. Y en una fase posterior (y aun pendientes los resultados de la intervención del poder judicial) es visible la referencia, explícita e implícita por las partes y por los medios, a las eventuales decisiones de tribunales internacionales como última palabra para resolver el conflicto. Por parte de los independentistas, valga señalar la multiplicación de recursos y anuncios de recursos ante esas instancias, y especialmente ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, como instancia final que demostraría la justicia de su causa; por parte del gobierno, se destacan las desacostumbradas visitas (y las consiguientes declaraciones) de altas autoridades a organismos como el Consejo de Europa. En cuanto a los medios de comunicación, no han cesado de resaltar la relevancia de los presentes y futuros pronunciamientos de ese Tribunal (como ejemplo, la resonancia que ha tenido el auto del Tribunal sobre la demanda Forcadell y otros contra España). Incluso, y de forma un tanto subconsciente, Esa referencia a Estrasburgo se ha llevado a cabo por parte de los mismos órganos judiciales españoles. Pues – al menos según generalizada opinión- no otra explicación tiene la inusual multiplicación de cautelas (retransmisión en directo por televisión, audiencia (¿necesaria?) de una multitud de testigos) que ha caracterizado el proceso a los líderes independentistas catalanes ante el Tribunal Supremo, cautelas que, como generalmente se estima, derivan de la voluntad de evitar fallos procesales que pudieran dar lugar a una sentencia condenatoria por parte del Tribunal de Estrasburgo. Ponerse la venda antes de la herida…
Pero si la experiencia muestra que raramente caben soluciones judiciales a problemas políticos, ello resulta claramente también aplicable a lo que podemos denominar “la cuestión catalana”. Desde luego, cabe fundadamente dudar de que, sea cual sea la resolución que adopte la Sala Segunda del Tribunal Supremo en el actual proceso ante ella, vaya a resolver en alguna forma esa cuestión (y cabe aún temer que, sea cual sea esa resolución, la vaya a empeorar). Y cabe también dudar de que el o los pronunciamientos de Estrasburgo al respecto puedan contribuir a una solución. Y ello por múltiples razones.
Empezando por las más obvias, vale la pena tener en cuenta primero el factor tiempo. El acceso al Tribunal de Estrasburgo está subordinado al agotamiento de las vías de recurso nacionales, lo que implica el empleo previo del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, no famoso por su rapidez en decidir (aunque parece estar mostrando alguna premura en los asuntos “catalanes”). Añádase a ello la duración del trámite ante el TEDH, sobre todo si eventualmente el caso pasa a la Gran Sala. En conjunto, el tiempo necesario debe calcularse muy probablemente en años. Y mientras tanto, como es evidente, la Historia no se para, y nuevas razones para el conflicto se añadirán al contencioso independentista.
Hay un motivo más de fondo para considerar que un pronunciamiento de Estrasburgo sólo puede desempeñar un papel muy reducido en ese contencioso. Se trata de la misma función del Tribunal. Su objetivo reside en la protección de los derechos individuales reconocidos en el Convenio, y no en la resolución de conflictos políticos, ni en la enunciación de pronunciamientos generales en favor o en contra de alguna de la partes en liza. Si le corresponde decidir sobre demandas derivadas de una forma u otra del conflicto catalán, la solución que el Tribunal adopte, a favor o en contra del Estado español demandado, será forzosamente sobre el caso concreto y el derecho o derechos individuales concretos que se aduzcan como vulnerados (sin perjuicio de su proyección sobre casos similares) y no, desde luego, sobre las posiciones políticas de las partes respecto de la forma de relación de Cataluña con el Estado español. Sin duda esas resoluciones serán utilizadas mediáticamente por la parte favorecida, como es de esperar en todo caso, pero ahí acabará su utilidad política.
La raíz de la (a mi modo de ver) errónea apreciación de la relevancia política de las sentencias del Tribunal de Estrasburgo en el contencioso catalán reside en la también errónea perspectiva de lo que ese Tribunal (y más ampliamente su base legal, el Convenio Europeo de Derechos Humanos) significa. Pues es frecuente una perspectiva que podríamos llamar dualista, que separa el Derecho y los tribunales españoles de un lado, y el Convenio y el Tribunal de Estrasburgo por otro, como esferas distintas y que tienen poco que ver entre sí, excepto si una instancia (el TEDH), aplicando el Convenio, “admite” o “revoca” lo que ha hecho la otra (los tribunales nacionales) aplicando su propio Derecho.
La situación es muy distinta, y así lo ha manifestado repetidamente Estrasburgo. No hay tal dualidad. El Convenio reconoce unos derechos que por su carácter básico y estrechamente derivado de la dignidad de la persona, vinculan a todas las autoridades nacionales, y no sólo al Tribunal europeo. La obligación de esas autoridades es aplicar el Convenio, incluso con fuerza (como ha manifestado el Tribunal Constitucional en su sentencia 144/2018) superior a la del Derecho nacional. La garantía de los derechos del Convenio reside esencialmente en los tribunales nacionales, y sólo subsidiariamente en el Tribunal de Estrasburgo. Tan inapropiado es, por ello, considerar que el proceso ante los tribunales nacionales es sólo un trámite para llegar a Estrasburgo, como, por el contrario, organizar todo el proceso con la vista puesta en las posibles censuras de Estrasburgo .
Lo que se discute en el proceso ante el Supremo (y eventualmente ante el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Estrasburgo) no son cuestiones como si hubo o no un golpe de Estado, o si existe o no un derecho a la autodeterminación (aunque a veces todas las partes parecen derivar hacia esos temas). Lo que se dilucida es el alcance y límites de derechos fundamentales como el derecho a la libertad de expresión, de reunión y de manifestación, y el derecho de los representantes a llevar a cabo su función. Esas son las cuestiones a tratar, que, al menos desde alguna perspectiva, son tan importantes como las cuestiones de organización territorial. Y ya que las respuestas judiciales no van a solventar el problema político de fondo, cabe esperar que al menos sirvan, aplicando en todos los niveles tanto el Derecho nacional como el Convenio Europeo, para establecer una mayor claridad en cuanto al régimen de esos derechos.