Por una política de expulsiones, por Eduard Roig

La reciente reapertura del Centro de Internamiento de Extranjeros de Barcelona y la disputa planteada con el Ayuntamiento de la Ciudad en relación con la licencia de apertura han reavivado el debate sobre el internamiento de extranjeros. Se trata de un debate necesitado de rigor y matices, como sostenía recientemente Markus González Beilfuss en un artículo publicado en Agenda Pública, pues muchas veces oculta la discusión o discrepancia respecto de otros elementos más generales y relevantes de la política migratoria.

El principal de ellos es la expulsión de los extranjeros, pues el internamiento es una medida provisional para garantizar la posibilidad de ejecutar forzosamente una orden de expulsión. Se interna a quien se pretende expulsar y solo con ese fin, por el tiempo necesario para ejecutar la orden o para que resulte claro que ésta no podrá llevarse a cabo, y siempre por un máximo de 60 días.

La expulsión es una medida sancionadora prevista en nuestro ordenamiento para diversas infracciones administrativas: la más importante en la práctica es sin duda la estancia irregular en España (sin contar con autorización de residencia bien por haberla perdido bien por no haberla tenido nunca). Existe un debate tradicional sobre si la irregularidad sin más justifica la imposición de una orden de expulsión o si ésta debe dictarse solo en caso de concurrir algunos elementos adicionales. Y no existe duda sobre la imposibilidad de expulsar en determinados casos en que la irregularidad puede subsanarse (por arraigo, por ejemplo) o existen circunstancias personales que impiden expulsar a la persona afectada (por razones de enfermedad, persecución en su país de origen, inexistencia de vínculos efectivos con el mismo, etc.). Podemos sin embargo prescindir de estos debates ahora, pues lo que se quiere plantear aquí es una cuestión aún más básica: los estados son incapaces materialmente de proceder a la expulsión de todos los que se encuentran irregularmente en su territorio, aun cuando no cuenten con elementos de protección específicos (arraigo, asilo, vínculos con el país). Esa incapacidad, que se da en todos los países al margen de su orientación gubernamental, tradición y medios disponibles, debilita enormemente los efectos disuasorios de la expulsión, pues todo extranjero sabe que aunque su irregularidad sea detectada no necesariamente de ello se derivará una efectiva expulsión.

Por tanto, muchos son los formalmente expulsados (con una orden administrativa dictada contra ellos, pero pendiente de ejecución), bastantes los internados (para garantizar la posibilidad de expulsar efectivamente) y (relativamente) pocos los efectivamente expulsados. Esta divergencia tiene sus costes: costes de gestión en la tramitación de expedientes de expulsión que no se ejecutan, de internamiento de personas que deberán ser puestas en libertad sin más, costes personales enormes (interrupción de su vida personal, familiar y laboral de entrada) para quienes sufren estas situaciones, costes de legitimidad del sistema normativo y costes en cuanto a la eficacia disuasoria de la expulsión para el comportamiento presente y futuro de otras persones. Ciertamente, la situación ha mejorado en los últimos quince años gracias a los cambios normativos y , sobre todo, a las resoluciones judiciales. Pero siempre desde la perspectiva (fundamental) de los derechos de las personas y casi nunca desde un enfoque objetivo sobre el sentido de la figura de la expulsión.

Naturalmente, la situación expuesta es reversible con un aumento de los medios destinados a la ejecución de las expulsiones. Sea por criterios éticos, económicos, políticos o cualesquiera otros, ningún país ha optado por incrementar esos medios de modo suficiente para superar unes cifras que nunca van más allá del 20 % de ejecución de los expedientes de expulsión incoados. Pero otra alternativa para recuperar eficacia en la gestión de los recursos públicos y en la virtualidad desincentivadora de la expulsión es desarrollar una política de expulsión consciente y efectiva; esto es, decidir políticamente qué comportamientos de los extranjeros en situación irregular quieren perseguirse con mayor interés y urgencia: desde la venta callejera ilegal al trabajo irregular en sectores con un importante empleo sumergido, desde la reincidencia en infracciones administrativas referidas al orden público a elementos relevantes en la causa de la irregularidad (entrada ilegal, fraude en la documentación presentada….). El estado no puede (ni quizás deba) expulsar a todos quienes se encuentran en situación irregular; pero sí puede concentrar sus capacidades en la expulsión efectiva de quienes realizan determinadas actividades que quieren perseguirse por la razón que políticamente se considere adecuada; y, de este modo, quienes realicen esas actividades sabrán que cuentan con una alta probabilidad de ser expulsados.

Sin política, la expulsión se convierte en un azar y, como tal , carece de eficacia para orientar la actuación de las personas. Una política de expulsión en cambio recupera esa eficacia orientadora (o desincentivadora) y se convierte en un medio eficaz de perseguir finalidades de ordenación de la actividad vinculada a la inmigración irregular. En ese contexto, determinados sacrificios en la posición y derechos de los afectados (como el internamiento) devienen justificados (esto es, adecuados y proporcionados) y el internamiento cobra también su sentido político.

Naturalmente, las opciones de una política de expulsión son políticamente (y jurídicamente) controlables y criticables. Pero para ello necesitamos que existan opciones políticas a controlar y criticar. La actual (inexistencia de) política de expulsiones contiene todos los problemas de esta figura (afectación intensa de derechos de las personas, costes económicos, dificultades jurídicas….) sin ninguna de sus utilidades.

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