Secesión y pertenencia a la Unión Europea: de Escocia a Cataluña, por Alfredo Galán

Las recientes experiencias escocesa y catalana tienen en común la presencia central de la idea de Europa en los debates sobre la secesión.  En concreto, lo que se discute es el mantenimiento o bien la pérdida de la condición de estado miembro de la Unión Europea en caso de que alcancen una eventual independencia. El éxito de estas operaciones secesionistas está estrechamente vinculado a la permanencia del nuevo territorio independiente dentro de la Unión. Todos tienen claro que para conseguir el apoyo de la población a la propuesta secesionista estamos ante un punto clave: los deseos de independencia de parte del electorado pueden verse seriamente frenados por las consecuencias negativas e incertidumbres de una salida de la Unión, incluso aunque sea temporal. Precisamente por ello, las fuerzas políticas independentistas, desde el principio, en su discurso, dan por hecho que el nuevo estado seguirá formando parte de la Unión, subrayando, por lo demás, la vocación europea de ese territorio. Desde la perspectiva opuesta, los unionistas hacen hincapié en que la secesión conllevará inevitablemente la salida y en los males que tal cosa acarreará. En sus extremos, la tendencia de los secesionistas es negar la existencia de problema alguno, mientras que la propia de los unionistas es avivar el miedo a los desastres que asolarán a un futuro estado independiente fuera de la Unión.

La relevancia de la cuestión hace imprescindible superar las meras declaraciones políticas para entrar en un debate jurídico sosegado y de fondo. A diferencia de lo sucedido en Escocia, las peculiares condiciones del proceso catalán han impedido centrar la atención, más allá de los aspectos formales o procedimentales, en las cuestiones de contenido. Ello explica, al menos en parte, el escaso –aunque no inexistente- debate jurídico habido entre nosotros acerca de la situación en que quedaría una hipotética futura Cataluña independiente en relación con la Unión Europea. Con la intención de contribuir a este debate, se formulan seguidamente las siguientes ideas:

Es un dato objetivo que los tratados no contienen ninguna disposición que expresa y específicamente se refiera a la pertenencia a la Unión Europea de un estado surgido como consecuencia de la secesión de parte del territorio de un estado miembro. Ahora bien, la falta de disposición expresa y específica no significa necesariamente que estemos ante una laguna del ordenamiento europeo. Tal laguna no existe. Precisamente, la controversia se centra en determinar si a este supuesto resulta de aplicación el art. 48 o bien el art. 49 del Tratado de la Unión Europea.

Los dos principales posicionamientos sostienen, efectivamente, que la solución pasa por la continuidad del nuevo estado dentro de la Unión, eso sí, con la reforma de los tratados europeos a través del procedimiento de revisión ordinario del art. 48 (tesis de la ampliación interna, en su versión más reciente); o bien por la salida de ese territorio y, si así lo decide, su reincorporación tras cumplir las condiciones de adhesión y seguir el procedimiento del art. 49. La segunda tesis me parece más acertada. En cualquier caso, es de interés subrayar que ambos caminos implican proceder a una modificación de los tratados europeos y, significativamente, precisan del consentimiento unánime de la totalidad de los estados miembros.

La ciudadanía europea es accesoria y complementaria de la nacionalidad de un estado miembro. En consecuencia, la pérdida de la nacionalidad del estado miembro, salvo que se adquiera simultáneamente la de otro, supone inexorablemente la pérdida de la ciudadanía europea. De este modo, resulta ser incorrecto argumentar que el territorio escindido debe permanecer necesariamente en la Unión porque sus habitantes no pueden verse privados de la ciudadanía europea. Estas personas, en conclusión, si el nuevo estado no forma parte de la Unión, perderán la ciudadanía europea. Salvo, claro está, que tengan la nacionalidad de otro estado miembro. Advertencia esta importante, puesto que jurídicamente cabe que se haya previsto la posibilidad de que los habitantes del nuevo estado conserven, junto con la nacionalidad del estado independiente, también la nacionalidad del estado matriz.

Algunas instituciones europeas, habitualmente la Comisión y ocasionalmente el Consejo, a través de sus representantes, han tenido ocasión de pronunciarse acerca de las consecuencias jurídicas que tendría respecto a la Unión un hipotético proceso de secesión en un estado miembro. Lo cierto es que normalmente son reticentes a entrar en el fondo de la cuestión. Ahora bien, cuando lo han hecho, ha sido para recordar con toda claridad que deben seguirse rigurosamente las normas y procedimientos previstos en los tratados europeos, con alusión directa, en algunos casos, al art. 49 del Tratado de la Unión Europea.

Es cierto que la Unión Europea tradicionalmente afronta con un alto grado de pragmatismo problemas similares al que nos ocupa, pero también lo es que cuenta siempre con el límite del respeto a los procedimientos y requisitos formales establecidos por los tratados. Y, entre ellos, principalmente, la exigencia incuestionable de la unanimidad de los estados miembros cuando se trata de revisar el contenido de dichos tratados. Conscientes de ello, los promotores de la independencia de Escocia tenían bien claro, al menos en la recta final del proceso, que la continuidad en Europa pasaba por la aceptación no solamente del Reino Unido, sino también del resto de miembros de la Unión. Cualquiera de ellos, en solitario, podía bloquear la reforma de los tratados impidiendo alcanzar la unanimidad requerida. Y es por esta razón que adquirió gran importancia la forma en que debían presentar a Europa la propuesta de independencia. En efecto, por un lado, no se perdió oportunidad en recordar el carácter pactado del proceso. Pero, por otro lado, se reiteró que el caso escocés era singular y único, no extrapolable a otras realidades territoriales europeas y que en ningún caso podría ser esgrimido como antecedente por otros.

No cabe duda que la solución esbozada en los párrafos precedentes puede defraudar las lógicas expectativas de aquellas personas que, favorables al proceso de secesión, no renuncian en ningún momento a su espíritu europeo y, por consiguiente, a seguir integrados en la Unión. Pero es la solución que, en nuestra opinión, corresponde dar al problema en aplicación del derecho europeo hoy vigente. Es de esperar que allá donde no llegue la norma pueda hacerlo el sentido común. Sentido éste del que deberían hacer gala todos los actores implicados en la cuestión.

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