¿El debate sobre el aforamiento: confiamos en las instituciones democráticas?, por Tomàs Font y Marc Vilalta
Situados en un contexto de creciente desafección a la política representativa y de invocación de una necesaria regeneración democrática, la actualidad más reciente ha vuelto a situar en el centro del debate político la discusión sobre los privilegios y garantías que las leyes reconocen a los que ostentan algunos cargos públicos y, en particular, sobre la necesidad de que se los reconozca un fuero jurisdiccional especial.
Cómo es sabido, al ordenamiento español se denomina fuero (fuero) al derecho, y deber de, que tienen determinadas personas de ser juzgadas por un tribunal diferente – normalmente, de carácter jerárquicamente superior – al que los correspondería si se aplicaran las reglas procesales encomenderas. Esta modificación de la orden procesal, en atención a la persona enjuiciada, se prevé para una diversidad de cargos muy diferentes: desde los parlamentarios estatales y autonómicos, pasando por los miembros del Gobierno del Estado y de las Comunidades Autónomas, magistrados, jueces y fiscales, miembros del Tribunal Constitucional, consejeros de Estado y del Tribunal de Cuentas, entre otros, y llegando, en ciertos aspectos, a los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad. Así, pues, podemos afirmar que el aforo constituye un fenómeno notablemente frecuente en España, a diferencia otros países europeos donde esta posibilidad se limita a supuestos muy tasados. Valga el ejemplo del presidente del Consejo de Ministros italiano Silvio Berlusconi juzgado por un tribunal ordinario de Milà.
La justificación de esta prerrogativa se ha encontrado en la voluntad de evitar la interposición de querellas por simples motivos de oportunismo político, y proteger así el normal funcionamiento de la institución de la que forman parte, pero también en la garantía de la independencia y buen funcionamiento del órgano jurisdiccional que las tiene que enjuiciar, ante potenciales presiones externas o, también, de las que pudiera ejercer el propio encausado por razón de su cargo político o institucional. Pero la doctrina ha objetado, con razón, que esto denota una desconfianza respecto de la independencia y capacidad de los órganos jurisdiccionales inferiores, impropia de un Estado de derecho. Desconfianza que, en cambio, otras creen que se tendría que extender a la Sala de lo penal del Tribunal Supremo, atendido el sistema de nombramiento de sus miembros. En cualquier caso, el Tribunal Constitucional ha señalado – por ejemplo, en la STC núm. 22/1997, de 11 de febrero – que el aforo permite preservar un cierto equilibrio entre los diferentes poderes públicos.
La vinculación del aforo con la función ejercida permite afirmar que esta prerrogativa tendría que ser operativa únicamente mientras el aforado ocupa uno determinado cargo público. Y es que, una vez esta persona cesa en las funciones para las que fue nombrado o escogido, ya no habría ninguna institución a proteger ni posición de prevalencia de la que proteger el juez y, por lo tanto, no habría razón para sustraer a los implicados de las reglas procesales encomenderas, con independencia de las complicaciones procesales que el cambio de situación pudiera producir. Entender el contrario – como se pretende en favor de la anterior Cabeza de Estado a través la Ley Orgánica 4/2014, de 4 de julio– sería considerar que el fuero especial protege una persona en concreto, independientemente del cargo que ocupe; interpretación que se ha considerado difícilmente conciliable con el principio de igualdad de todos los ciudadanos en un Estado de Derecho (arte. 14 CE), a la vegada que también denota una cierta desconfianza en la fortaleza de la institución de la monarquía constitucional.
En cuanto al fuero judicial especial – el aforo – hay que destacar, en primer lugar, que este no se tiene que confundir con la inviolabilidad ni con la inmunidad de la que disfrutan también determinados cargos públicos representativos (artes. 71.1 y 71.2 CE). A pesar de que es cierto que son instituciones que presentan ciertos parecidos, difieren notablemente en sus finalidades. Así, mientras que la inviolabilidad pretende garantizar la libre formación de la voluntad del órgano legislativo, al permitir que los parlamentarios puedan expresar libremente sus opiniones en ejercicio de su cargo; la inmunidad persigue proteger los representantes públicos ante aquellas actuaciones que pudieran restringir la libertad por motivaciones políticas, a pesar de que la praxis en nuestro país ha sido bastante favorable a la concesión de los correspondientes suplicatoris.
Por otro banda, hay que tener presente que, a pesar de que a menudo se presenta el aforo como un privilegio, en un cierto sentido también se puede entender como una limitación, puesto que se privaría a determinadas personas del derecho fundamental a la segunda instancia en el ámbito penal (arte. 24.1 CE). Y es que, en efecto, la actual legislación no permite apelar a un órgano superior cuando ha sido, por ejemplo, el Tribunal Supremo quién ha enjuiciado estas cuestiones. En cualquier caso, el Tribunal Constitucional ha venido a justificar la ausencia de un segundo grado de jurisdicción, no sólo por la especial protección y garantía que supone el enjuiciamiento por un tribunal superior sino porque la propia naturaleza constitucional de esta prerrogativa convierte en innecesaria una ulterior valoración de la proporcionalidad en la restricción del derecho fundamental – en este sentido se expresa, entre otros, la STC núm. 64/2001, de 17 de marzo –.
Finalmente, se puede plantear un último interrogante: el fuero judicial especial es renunciable, como parece que ha planteado el Síndico de Agravios? A nuestro entender, la respuesta tiene que ser negativa puesto que, cómo hemos dicho antes, no se trata de un privilegio personal sino de una prerrogativa que forma parte de la configuración institucional del cargo que se ocupa. Las normas que establecen la competencia objetiva de los diferentes órganos judiciales – incluyendo los fueros especiales – son normas de carácter imperativo, indisponibles por las partes, tal y cómo ha subrayado expresamente el Tribunal Constitucional – por ejemplo, en la STC núm. 22/1992, de 11 de febrero – Por lo tanto, si una persona quisiera renunciar a su aforo tendría que desistir también, de forma necesaria, del cargo público que ocupa.
De todas maneras, es cierto también que, en algunas ocasiones – por ejemplo, en la Interlocutoria de 16 de marzo de 2007, núm. reguera. 20670/2006 –, el Tribunal Supremo ha venido a limitar su propia competencia para enjuiciar determinados hechos cometidos por algunos cargos públicos, condicionándola únicamente a aquellas conductas expresamente relacionadas con el ejercicio del cargo, el que, al final, resultaría contradictorio con la fundamentación que se ha querido dar al aforo.
En definitiva, el aforo es una institución que en el momento actual ofrece demasiados interrogantes y contradicciones, por el que necesariamente habrá que replantear su significado y su extensión dentro de un contexto político y social que reclama los valores de transparencia, de igualdad, de regeneración … y de confianza en las instituciones democráticas.