Derecho de manifestación: ¿Control preventivo?, por Marc Carrillo
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universitad Pompeu Fabra
El derecho de manifestación es una de las señas de identidad del Estado democrático. La Constitución lo reconoce como derecho fundamental de participación de titularidad individual y de ejercicio colectivo, pues sólo de esta forma puede ser más eficaz la exposición con publicidad en lugares de tránsito público, de ideas y planteamientos sobre la realidad social y la defensa de intereses generales o de determinados sectores sociales. Como recuerda el Tribunal Constitucional (TC), se trata de una «manifestación colectiva de la libertad de expresión ejercitada a través de una asociación transitoria de personas»; o también de un «cauce del principio democrático participativo» (STC 195/2003, FJ 3). En este sentido, conviene precisar que en el sistema político de democracia representativa configurado a través de las elecciones -aún siendo ésta la principal forma de participación política- la participación política de los ciudadanos no se agota en ellas eligiendo a los parlamentarios, ni excluye otras formas de participación en los asuntos públicos. Por esta razón, no es banal que sobre el derecho de manifestación el TC subraye en la citada sentencia que «para muchos grupos sociales este derecho es, en la práctica, uno de los pocos medios de los que disponen para poder expresar públicamente sus ideas y reivindicaciones». Por su parte, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos insiste en que «la protección de las opiniones y de la libertad de expresarlas constituye uno de los objetivos de la libertad de reunión» (Caso Stankov, sentencia de 13 de febrero de 2003, &85).
Cuando la Constitución (art. 21) reconoce el derecho de reunión y de manifestación precisa que «en los casos de reuniones en lugares de tránsito público y manifestaciones se dará comunicación previa a la autoridad que sólo podrá prohibirlas cuando existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas o bienes». Obviamente, la comunicación no significa una petición de autorización previa a la autoridad administrativa. Ello sólo es así en formas autoritarias de gobierno, en las que el que único ejercicio de derechos que pueden tolerar es aquél que esta sometido a un control preventivo por la Administración. El régimen que establece la Constitución está en las antípodas de esta concepción; por tanto, el fin de esta comunicación, subraya el TC, es que «la autoridad administrativa pueda adoptar las medidas pertinentes para posibilitar tanto el ejercicio en libertad del derecho de los manifestantes como la protección de derechos y bienes de la titularidad de terceros» (STC 59/1990, FJ 5).
Es evidente que el derecho de manifestación como el resto de derechos fundamentales –salvo el derecho a no ser torturado ni ser sometido a penas o tratos inhumanos o degradantes- no es un derecho absoluto y, en consecuencia, está sometido a límites (STC 36/1982, FJ 6): el límite es la preservación del orden público. Ahora bien, en una sociedad abierta y libre la garantía del orden público no es tampoco un bien jurídico absoluto. Por esta razón, como la democracia no se basa sólo en procurar el beneficio individual, es lógico que el derecho de manifestación que se expresa en la calle pueda comportar una molestia colectiva, circunstancia ésta que el resto de ciudadanos no puede dejar de asumir. Por eso el límite del orden público al que se refiere la Constitución, sólo permite la prohibición de manifestaciones cuando existan razones fundadas que desvelen un riesgo para la seguridad ciudadana. Así el ejercicio del derecho de manifestación ha de ser pacífico y es contraria a ello la práctica de la violencia. Pero el hecho de que grupos aislados puedan aprovechar la ocasión para practicarla no habilita a la autoridad administrativa y a sus agentes para ejercer una represión indiscriminada. Entra dentro de la profesionalidad de la policía y el tino democrático de sus responsables distinguir y aislar a los violentos, pero no considerar por igual a todos los manifestantes. Unos manifestantes que salvo que se conciten para cometer acciones delictivas, no hay razón jurídica suficiente para rechazar que se autoconvoquen haciendo uso de los instrumentos que proporcionan las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TICs).
Las razones fundadas para prohibir o cambiar el itinerario de una manifestación no pueden sustentarse en una simple mención a la posible alteración del orden público. La regla jurídica aplicable en este caso obliga a que una actuación administrativa de prohibición deberá limitarse a supuestos excepcionales y, en caso de duda, siempre deberá aplicarse el criterio más favorable al derecho (principio favor libertatis). El mismo sentido de excepcionalidad y proporcionalidad de la restricción, es el que debe aplicarse cuando frente al derecho de manifestación se opone la garantía de la libertad de circulación, sacralizando su contenido hasta ampliar abusivamente los límites que la Constitución establece.
En fin, la preservación del orden público no puede ser argumento de prohibición cuando en una manifestación, como recuerda el profesor Torres Muro, “vayan a expresarse ideas que puedan contradecir el orden público formal, porque entonces estaríamos negando a los disidentes la posibilidad de manifestarse en contra de las bases de la concepción del mundo dominante”. A este respecto, constituye un mal precedente lo ocurrido en diciembre en las inmediaciones de la Audiencia Nacional en Madrid, cuando un reducido grupo de manifestantes, que demandaba la extradición solicitada por una juez argentina de dos torturadores de la dictadura franquista, fueron apercibidos por la policía de ser sancionados con 600 euros por concentración ilegal y desobediencia a la autoridad. Un mal precedente, en la medida en que constituye un ejemplo de disuasión y, a la postre, de control preventivo por autoridad administrativa sobre el ejercicio de este derecho fundamental.