La implosión del Mediterráneo, por Mar Campins

Desde que a mediados de diciembre un vendedor de frutas se prendiera fuego en una pequeña ciudad de Túnez, han transcurrido tres escasos meses en los que el mapa político de los países árabes ha cambiado sustancialmente. Ello ha originado distintas reacciones.

El caso de Libia ha sido el que ha suscitado mayor preocupación por parte de la comunidad internacional. Ante la gravedad del conflicto bélico y en una decisión sin precedentes, la Asamblea General ha suspendido a Libia de su membresía en el Consejo de Derechos Humanos. Además, el Consejo de Seguridad  ha acordado la adopción de medidas coercitivas (embargo de armamento, restricción de movimientos y congelación de fondos, activos financieros y otros recursos económicos) y ha remitido la situación de Libia ante la Corte Penal Internacional. Desde distintos foros se reclaman, sin embargo, otras medidas que permitan la gestión de la crisis humanitaria originada por los flujos de refugiados y el establecimiento de una zona de exclusión aérea para la protección de la población civil.

En lo que a la Unión Europea se refiere no debe olvidarse que ésta y sus Estados miembros han sostenido tradicionalmente a los regimenes autocráticos de la ribera sur del Mediterráneo a cambio de que estos países les garantizaran estabilidad en el aprovisionamiento energético y protección frente a los flujos de inmigrantes y la amenaza terrorista. Sin mayores reparos, se ha antepuesto la seguridad regional a los valores que proclama el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea  y con ello se ha legitimado durante años un status quo de subdesarrollo y de coerción política en estos países.

Pues bien, a pesar de que la Unión Europea cuenta desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa con nuevos instrumentos para realizar su política exterior, parece que por el momento ni está ni se la espera. Su respuesta se ha limitado hasta ahora a saludar los cambios políticos propiciados en estos países y condenar la represión en Libia. En un alarde de prudencia ha anunciado que estudiará “las opciones necesarias” para proteger a la población civil en Libia y ha puesto en marcha el lanzamiento de una Asociación para la Democracia y la Prosperidad Compartida con los países del Mediterráneo Meridional. Es cierto que ello supondrá una inyección de 4.000 millones € en la región, pero no deja de ser una iniciativa de baja intensidad política que tampoco exige la revisión de las relaciones convencionales con estos países. En este contexto, la influencia que ahora pueda tener una Unión Europea todavía de voz demasiado tenue en el proceso de transición y democratización de las instituciones públicas de estos países será harto cuestionable.

Esta situación agrava el progresivo arrinconamiento que ha venido sufriendo la Unión por el Mediterráneo. Las expectativas que se generaron en el 2008 con su creación se han ido diluyendo por la falta de voluntad política. El fiasco en la convocatoria de junio de 2010, la dimisión de su Secretario General y la caída de uno de sus co-presidentes, Hosni Moubarak, han restado defensores a esta importante iniciativa. La reciente designación del italiano Lino Cardarelli como nuevo Secretario General no ha supuesto ningún cambio sustancial. Sólo la existencia de un mensaje claro, decidido y único por parte de la Unión Europea respecto a la consolidación de regímenes democráticos en la ribera Sur del Mediterráneo podría revertir esta situación y permitiría reorientar y replantear una cooperación a largo plazo dotándola a su vez de una mayor legitimidad.

Finalmente, desde la perspectiva interna, se abre ahora en estos países un proceso de reformas constitucionales, que ya se han anunciado en Egipto, en Túnez, y en Marruecos. Por un lado, no parece que por ahora que el islamismo extremista, aún siendo influyente, vaya a dominar el futuro político de estos países, por lo que el modelo de Estado que emerge parece más cercano al turco que no al iraní. Por otro lado, se trata de reformas constitucionales “otorgadas” en parte por los regímenes salientes, por lo que difícilmente cabe hablar de la articulación de un auténtico proceso constituyente. No puede desestimarse tampoco el riesgo de que estas reformas se produzcan, al menos al principio, bajo la tutela del ejercito en Egipto y, a otro nivel, de la monarquía en Marruecos, y que simultáneamente se produzca un vacío de poder en Túnez, hasta las próximas elecciones de julio, de inciertas consecuencias. Además, sigue presente la amenaza de la involución política ante las dificultades de desmantelar los restos de los regímenes salientes, y el posible surgimiento de conflictos internos de dimensión regional, principalmente en Túnez y en Egipto.

Estas cuestiones están siendo abordadas desde el Instituto de Derecho Público en el marco de una nueva línea de investigación, iniciada hace poco más de un año, relativa a la cooperación euromediterránea y a los procesos de cambio  en los países de esta región.

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